Por Manuel Guzmán
Manuel Guzmán es Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Complutense de Madrid, miembro de la Real Academia Nacional de Farmacia y miembro del Comité Directivo de la International Association for Cannabinoid Medicines. Su investigación se centra en el estudio del mecanismo de acción y propiedades terapéuticas de los cannabinoides, especialmente en el sistema nervioso. Dicho trabajo ha dado lugar a más de un centenar de publicaciones en revistas internacionales especializadas, así como a varias patentes internacionales sobre posibles aplicaciones terapéuticas de los cannabinoides como agentes antitumorales y neuroprotectores. Colabora habitualmente con agencias de evaluación y financiación científicas.
Muchos estudios clínicos que han permitido sustentar la utilización terapéutica de un fármaco concreto en una enfermedad concreta se han realizado porque existía previamente evidencia preclínica sobre ello (es decir, evidencia basada en modelos de la enfermedad establecidos en animales de experimentación como los ratones o las ratas). De hecho, hoy en día sería impensable acometer los costosísimos ensayos clínicos asociados a cualquier enfermedad, especialmente si ésta es crónica y compleja, en ausencia de dichos estudios preclínicos. Sin embargo, la (amarga) experiencia de estas últimas décadas nos dice que, en el caso de determinadas enfermedades de muy elevada incidencia y/o morbo-mortalidad, los numerosísimos estudios llevados a cabo con modelos animales han resultado prácticamente infructuosos en términos de traslación clínica.
Un ejemplo dramático de esta dicotomía entre investigación básica y realidad clínica es el de las enfermedades neurodegenerativas, con la enfermedad de Alzheimer en primer lugar. Una revisión reciente del tema reseña unos 300 tratamientos diferentes que han permitido la cura o mejoría de ratones transgénicos modelos de dicha enfermedad. Sin embargo, a día de hoy, la enfermedad de Alzheimer apenas tiene tratamientos paliativos (los pocos que existen son además poco eficaces) y, como todos sabemos, no existe tratamiento alguno no ya curativo sino que modifique (siquiera mínimamente) el curso de la enfermedad. En este tan desolador panorama, compañías farmacéuticas muy poderosas han anunciado que detendrán totalmente (por ejemplo, Pfizer) o significativamente (por ejemplo, Roche, Lilly y Merck) sus programas de terapias sobre enfermedad de Alzheimer para, se supone, centrarse en dolencias donde sus inversiones sean más productivas.
¿A qué puede deberse tan drástica diferencia entre los ratones y los humanos? Pues, esencialmente, a que la enfermedad de Alzhéimer "real", es decir, la humana, es muchísimo más compleja y multifactorial (con numerosas alteraciones, tanto genéticas como adquiridas, de tipo neuronal, vascular, metabólico, endocrino, inmune, etc.) que los modelos de enfermedad de Alzheimer en ratón (basados exclusivamente en una o muy pocas mutaciones genéticas y sin variabilidad genética o ambiental entre individuos). Además, el curso de la enfermedad de Alzheimer humana, incluso en su fase clínicamente asintomática, es muchísimo más lento (años-décadas) que el de los modelos de enfermedad de Alzheimer en ratón (semanas-meses). Así, cuando aparecen los síntomas y se diagnostica, los daños que ya ha producido la enfermedad en el tejido nervioso humano son irreversibles y ningún medicamento puede contrarrestarlos. Por el contrario, en los ratones, los investigadores podemos predecir el curso de (el modelo de) la enfermedad e intervenir en el momento que deseemos, incluso en estadios asintomáticos. Es más, la biología del ratón es significativamente más robusta que la nuestra, por lo cual ellos pueden, por ejemplo, regenerar tejidos (incluido el nervioso), disparar respuestas inmunes (que actuarían como "vacunas") o detoxificar fármacos (y, por tanto, tolerarlos a altas dosis) de manera mucho más eficaz que nosotros.
Todo esto, como es lógico, nos recuerda que debemos ser extraordinariamente cautos en la extrapolación de los hallazgos de la investigación básica a la práctica clínica. Por ejemplo, titulares a los que la prensa nos tiene tan acostumbrados, tales como "Científicos descubren que el fármaco X cura la enfermedad de Alzheimer" (o la esclerosis lateral amiotrófica, o la diabetes, o el cáncer), deberían ser matizados a "Científicos descubren que el fármaco X atenúa la sintomatología de ratones modelo de la enfermedad de Alzheimer". Como bien sabemos, esos "fármacos X" son, en ocasiones, los cannabinoides. Y es que numerosos estudios preclínicos sobre la enfermedad de Alzheimer y otras enfermedades neurodegenerativas han demostrado no sólo la acción paliativa sino también el poder neuroprotector de los cannabinoides en modelos de ratón, lo cual ha despertado grandes expectativas sobre su posible utilidad clínica. Sin embargo, los estudios clínicos controlados realizados hasta ahora no han evidenciado efectos beneficiosos notorios de los cannabinoides (a pesar de ser globalmente seguros y bien tolerados) en las distintas escalas motoras, cognitivas, comportamentales y neuropsiquiátricas analizadas, con algunas excepciones de alivio sintomático como las convulsiones en epilepsias pediátricas refractarias, la espasticidad y el dolor neuropático en la esclerosis múltiple, y diversos parámetros de calidad general de vida en estas u otras enfermedades neurodegenerativas (todo lo cual, por otro lado, es altamente positivo en el devastador panorama actual de dichas enfermedades).
Además de a los antedichos factores biológicos, patológicos y experimentales, esta discrepancia entre la investigación básica y clínica puede deberse también a un inadecuado diseño de los ensayos clínicos realizados hasta ahora, que se han encaminado a evaluar la seguridad de los cannabinoides más que su eficacia. En este sentido, parece lógico sugerir que los futuros ensayos clínicos con cannabinoides se realicen en etapas más tempranas de la enfermedad en estudio y durante periodos más largos de tratamiento. Además, podría ser útil tanto conocer el patrón de uso de cannabis por pacientes de enfermedades neurodegenerativas como disponer de algún biomarcador relacionado con la actividad de los receptores cannabinoides durante la progresión de dichas enfermedades. En suma, la seguridad y tolerabilidad mostrada por distintos cannabinoides en los estudios clínicos realizados hasta ahora debería impulsar ensayos futuros más exhaustivos para evaluar si estos compuestos pudieran ser empleados como agentes terapéuticos para el tratamiento de enfermedades tan agresivas como las neurodegenerativas o las oncológicas, ambas foco de intensa investigación en el terreno de los cannabinoides.